Nos acordamos de nuestros sueños, pero no recordamos nuestro dormir.
Tan sólo dos veces penetré en esos fondos, surcados por las
corrientes, en donde nuestros sueños no son más que restos de un
naufragio de realidades sumergidas. El otro día, borracha de felicidad
como uno se emborracha de aire al final de una larga carrera, me eché
en la cama a la manera del nadador que se lanza de espaldas, con los
brazos en cruz: caí en un mar azul. Adosada al abismo como una nadadora
que hace el muerto, sostenida por la bolsa de oxígeno de mis pulmones
llenos de aire, emergí de aquel mar griego como una isla recién
nacida. Esta noche, borracha de dolor, me dejo caer en la cama con los
gestos de una ahogada que se abandona: cedo al sueño como a la asfixia.
Las corrientes de recuerdos persisten a través del embrutecimiento
nocturno, me arrastran hacia una especie de lago Asfaltita. No hay
manera de hundirse en este agua saturada de sales, amarga como la
secreción de los pájaros. Floto como la momia en su asfalto, con la
aprensión de un despertar que será, todo lo más, un sobrevivir. El
flujo y reflujo del sueño me hacen dar vueltas, a pesar mío, en esta
playa de batista. A cada momento, mis rodillas tropiezan con tu
recuerdo. El frío me despierta, como si me hubiera acostado con un
muerto.
Por mucho que yo cambie, mi destino no cambia. Cualquier figura puede inscribirse en el interior de un círculo.
Marguerite Yourcenar de Fuegos.
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